jueves, 23 de septiembre de 2010

SÓCRATES

Yo a veces escribo porque sé
que cada una de estas palabras
es un piedra en mi lápida.
Porque reconozco sincero
que tengo orgullo
y la vana esperanza
de que mi nombre
sobreviva en la memoria
de alguien algún tiempo.
Pero sé que el hombre más generoso
que ha existido jamás,
el más digno de respeto
se llamaba Sócrates
y vivió en Atenas
entre los antiguos griegos.
Él nunca escribió nada.
Tal vez,
a pesar de vivir como un paria,
nunca tuvo tiempo.
Se pasaba
meditando ensimismado
días enteros
y constantemente compartía
con otros hombres su desconcierto.
Un puñado de preguntas sin respuesta
sólo tenía para ofrecer
posiblemente el hombre más inteligente
que ha pisado la Tierra
y el más sincero.
Y diga lo que diga,
su enamorado Platón,
estoy convencido de que murió
buscando las respuestas,
porque el mayor filósofo
de todos los tiempos,
el que dio el segundo salto de gigante,
tuvo que ser un escéptico.
Todos los grandes lo han sido
alguna vez en su vida,
pero el más grande
lo tuvo que ser hasta el fin,
en su lecho de muerte,
bebiendo veneno,
hablando de problemas sin respuesta
con sus amigos
como pasatiempo.
Esas palabras ya no se encuentran
ni debajo de las piedras,
se esfumaron en el viento,
porque ni siquiera Platón
estuvo junto a ese lecho.
Así fue la última lección de Sócrates.
Aquella en la que nos enseña,
que la vida de uno peligra
cuando piensa
un poco más que el resto.
Que el altruismo a veces recibe a cambio
el mayor de los desprecios
y que los más sabios siempre mueren
en la soledad de su pensamiento.

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